lunes, 16 de julio de 2018

Pan



Pan

Cruzado el umbral de Vaca Rota, varias mesas posicionadas a la izquierda saludaban al comensal.

Bajo la estudiada oscuridad resaltaba una decena de aromas de pan recién horneado cortado en gruesas lascas. Abrillantadas, muy distintas unas de otras en color, forma y textura, lucían ordenadas sobre bandejas de plata según su receta.
Quedé iluminada.  ¿Puedo servirme varios pedazos?  Percibí una mirada burlona.  Otra con pena.
No estaba allí por vacas rotas ni por mis propios pies.
“Hoy no cocino.  Fumamos para que nos dé hambre, y cenamos fuera”, era un mensaje carente de data previa en mi cerebro.
Yo siempre tenía hambre.

El hombre ordenó al mozo varios platos protagonizados por sendas botellas de vino tinto.  Me preguntaron.  Filetes, no sé qué.  Todo era carne.  Aquí solo hay carnes, ella me dijo.  Miré mis tres lascas de pan y pregunté cuán cocida. ¿Midium reer?  Apareció una ensalada.  Triste como su sombra.

Mi pan era dulce, con nueces, frutas, semillas.  Sabía a bizcocho.
Cuando la enorme porción de carne apareció sobre mi plato, nombrada como la más cocida y deliciosa, sonreí ayudada por el vino, apurando otro sorbo junto a otro pedazo de pan.  Que ya sabía entonces de bien comer el pan a pedazos y no a mordiscos directos de la rebanada, como lo hago estos días en que escasea.  Otros días eran aquellos.  Carne chiclosa, chorreante, jugosa de especias y sangre.


La pobreza no habría impedido visitar algún restaurante intermedio una vez al año, de así planificarlo.  No era importante.  No existía como estilo de vida o prioridad.
Comer, comíamos, según lo disponible.  Frituras, golosinas, dulces, cereal, la cena temprana siemprelomismo, hedionda a Tuperware sin lavar de la abuelastra, los almuerzos dominicales de la tía con flan de postre, el pan soba’o, salchichón con galletas de soda, mantequilla de maní directo de “lata” de cartón enorme, llenaban mi panza.

Nunca almorcé en la escuela durante doce años.  Cuando tuve piernas propias, me aventuraba suicida a las 3 p. m. hacia la tiendita en una cuesta del pueblo para buscar alimentos marca dulces, chocolates, alguna paleta y cero frituras, que eran más costosas.
Así, en ayunas todo el día escolar, pasó la infancia y adolescencia.  Desarrollé salud de cuervo-chango moribundo.  Preferencias alimentarias nefastas, junto a desconocimiento culinario.

El colegio en que estudiaba pagando privilegios, carecía de comedor y de opciones a la venta que superaran el Holy Grail de un hot dog, #pastelillos (#empanadillas) de pizza o carne, y sanduiches de mezcla los viernes.  Era común ver desmayos en niñas muy blancas o debilitadas.  Yo no era blanca.  No soy.  No quiero.  Nunca quise serlo.  Debilitada, tal vez.  No lo sentía.  Sólo a veces.  Este mismo cansancio largo que siento ahora.  Hambre verde con burnout.

Pero era joven.  No había internet para hacer búsqueda de síntomas o recetas.  Sólo la tele con tres canales en b/n.  La escuela y sus libros.  Los libros antique que aparecían en casa y nadie más leía.  Revistas y cómics de la farmacia.
Autoeducarme.  Ser responsabilidad propia desde que nací.  Aprender de otros niños.  Observar diferencias entre hábitos y disciplina familiar ajenos y los nuestros.

No recuerdo qué hábitos o disciplina había en mi casa.  Absurdo.
Todo era ir.  Todo siempre tarde.  Dormir tarde.  Llegar tarde al colegio o a la iglesia.  Tarde a citas médicas a las que no era llevada hasta pasar varias noches gritando.  Cenar horrendo tarde.  En silencio.  Sin reglas, estética o modales.  Con pobre iluminación.  Cenar pan soba’o sin sentarme a la mesa a las 11 pm previo a un día escolar, surcando el largo y ancho de la casa en carrera llorosa, mientras mi madre apostaba una suerte de muebles y objetos variados contra puertas y ventanas cada noche, presa de terror en nuestra casa de cemento flanqueado con rejas de acero cada uno de sus huecos.
Todas, menos la puerta trasera.  ¿Por qué en la puerta trasera no?  Creo fue por orden del abuelo.

El lado materno de mi familia materna era racista-clasista sin arrepentimiento.
Mi abuelo materno era negro.  No verde, como mi madre y yo.   Mandón, infiel, manipulador, embustero, politizado, armado, machista, responsable, respetado, maltratador, rezaba el rosario a diario zombie de sueño.  Levantó un muro entre racistas y sus hijos, aterrorizándonos a todos con algo desconocido.  Algo que nunca se decía con sus letras.
¡Racismo!  ¿Qué más terror que el racismo acompañado de misoginia?
¡La falsa inferioridad!  ¡El silencio!


Mastiqué el trozo geométricamente serruchado sin doblar las muñecas lo mejor que pude.  El hombre tomaba copas por botellas paseando sus ojos de mis panes a mi cara con odio.  Él pagó.  La mujer me urgía a disfrutar la carnosa pieza y dejar el pan a un lado.  El vino en mi cabeza, en mi garganta, no ayudaba en el proceso.
Ellos degustaban algún postre.
Yo masticaba.
El hombre continuó bebiendo.
Yo masticaba.



ALR, Puerto Rico, 2018.

No hay comentarios.:

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.