domingo, 23 de noviembre de 2008

extremos

el cable que extrema el exilio
se descojonecta
cambia colores del sueño
rojizos a violetas
se embizcan los ojos
asisten al electric funeral,
pero lo que nadie cuenta
es qué hice conmigo
consigo
con lo que resta.

..................


entonces, ¡plaf!
explotó un transformador en la calle
me dije, aquí se jodió el poema,

parpadeo de números en todos los enseres
sin más seres
que la lluvia
deliciosamente fría
en hilillos de tinieblas.

la vocecita de una niña
atravesó las paredes:

¡lino, mamá, lino!

sí, es lindo mi amor, ¡pero no se toca!

.....................


Encendí velas, me acurruqué en un sillón. Hablé de fogatas, chimeneas, de vender té y bizcochitos en las esquinas, de materiales nativos pintados a mano, con palabras y pulso de viejita con parkinson, de estúpidos ayunos por mierlosofías que siembran anemia, de más chimeneas imposibles y fogatas en la playa como supervivencia, de aquellos ojos azules que me llevaron a conocer el campo, cuando quería ir al mar, sobrevolarlo sin pronto regreso ni siestas.

"Ese está buscando esposa para tener como 20 hijos."
No está mal pensé, pero ¿de qué se habla con un artista con maestría en medio del campo, cuando no se dice nada, y tu cabeza está volando chiringas, y ni en sueños has visto un pañal?
Él casi no habló y me fui mimetizando, pensando en ciudades hechas campo, temiendo casitas de madera muy pequeñas para 20 hijos, sin ver que el cuarto de juegos sería todo el bosque.
Quería hablar. No de poesía, ni filosofía, ni método artesanal, nunca de dinero, ni tecnología no aplicable al ser esencial. Quería hablar de chimeneas, fogatas, del frío, de mantas y ponchos tejidos en alguna sierra, de convivir con una tribu indígena, de té, de sopas, de humos, de fruta fresca, de agudizar los sentidos y hacer de la delicia permanencia. Quería hablar, pero no pude.
Sus ojos lucían tan blancos con la tarde cayendo detrás.

Entonces habló: Sé que no volverás a salir conmigo. Su beso supo a vino, al coquito que le obsequió el viejo en la montaña, al soldado que me enviaba fotos desde cada país que visitaba, con mi nombre escrito en la nieve, en la arena, en su camisa, y que me estuvo buscando en sus vacaciones para entregarme una flor.
Tampoco hablaba mucho. Eso siempre me asustaba.
Ya no. Ahora sé que quien más habla, menos puede.


Anoche redescubrí el fuego en palabras de otra boca:
¡lino mamá, lino!

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