domingo, 17 de julio de 2011

Consumados




Consumados


Junto a este árbol habita un fantasma que, como todo buen fantasma, sobrevive a la sombra de un árbol.
Antes de ser fantasma, fue poeta. Es poeta. Que no es lo mismo ser poeta que creerse poeta. Dicen los que nada cuentan y mucho conocen, que se hizo poeta porque sí, creyéndose poeta a ratos, cuando el dolor lo mordisqueaba  por dentro. Pero no creyó serlo hasta las noches y madrugadas, viajes, visitas, paseos, sueños, pesadillas, amores y odios, en que tuvo que abrazar la poesía como única cordura y razón. Un día dijo, soy poeta. Ahora que soy fantasma, lo entiendo. Ante la duda, preguntó a poetas mil: Dígame señor poeta, señora poetisa, ¿cree usted que soy poeta? Le contestaron con alegre sorpresa: Se es poeta aunque no se sea, sólo por creer serlo. Escribir buena poesía ayuda, rieron.
“Buena poesía”, se repitió el fantasma del futuro con temor. No escribo buena poesía. Es apenas la rabia y el dolor quien habla. Soy apenas un simio al que faltan palabras y sobran mecidas en árbol, rascadas y sacudidas, luchas matriarcas defendiendo crías.
Este es el caso de un poeta-fantasma que vive junto a este árbol.  Como todo buen poeta, llora alguna vez por algún árbol,  rendido ante la emoción por su vida y energía. A veces llora más, cuando el árbol es amenazado de muerte por simios podridos en consumismo.
Son esos los días en que gimo de impotente desesperación.
Un Poeta, ya sabe usted, rareza de por sí, un iluminado, hervido a la sombra de su silencio por dolores propios y ajenos, un duende, un animal hostioso en peligro de extinción desde tiempos sin memoria, y encima, fantasma rozando orillas de Canterville-Chase (al menos las orillas de su angustia, que corren otros tiempos), y como frutilla sobre helado, sus lágrimas por mí. Agua salada. Clara ya, de tanto fluir por quien no puede arrancar los pies del suelo.
Son esos los días en que quisiera sacudirme la tierra y pedazos de cemento que cubren mis pies de un golpe, y que los pájaros negros que tanto chillan en mis ramas salgan volando, para abrazarle, subirle a mis ramas y así en brazos, llevarnos lejos, a un bosque quizá, donde ambos podamos vivir en paz.
Qué puedo decir, yo también sufro. 
Si me mataran ahora mismo por simple odio a mi presencia, a mis hojas secas o sombra, no viviría para contar su historia. La historia del poeta-fantasma que me ama por las noches hasta salir el sol.
Una noche me dijo con tristeza: Bajo estas circunstancias de fantasma, no puedo salvarte, bello amor. Como poeta no sé. Quizá, si aprieto duro los ojos o los pensamientos. Quizá, si llamo a mis antepasados energéticos, o a todas las energías milenarias que amaron a algún árbol alguna vez, y les pido con fuerza, les suplico, les imploro, ¡salven a este árbol que vive frente al poeta-fantasma!, así, llorando como ahora, como siempre, cuando recuerdo todas las veces en que te han querido matar, las voces de los asesinos.
Aquella noche, los hilos energéticos que nos separan se borraron para siempre. Éramos dos presos en nuestros cuerpos. Yo, en peligro de muerte constante, él en peligro de extinción, atado a la cárcel de sus recuerdos. Él, humano fantasma. Yo, árbol vivo. Ambos en riesgo. Ambos capaces de escucharnos y entendernos. Ambos luchando por no morir. Y aunque dicen que los fantasmas están muertos, este no es el caso.
Los poetas están hechos de otra materia indócil sin tiempo. Nunca serán fantasmas muertos ni zombis cayéndose a pedazos.
A veces le contaba mis berrinches con algunas aves, terminábamos riendo. Rabiábamos a coro por la fumigación cotidiana de elementos tóxicos al aire, agua y suelo, principalmente el diesel del vecino que, los “vivos”, no se atrevían a confrontar. Por pena, contaba el poeta-fantasma. Siempre la pena jode la justicia o la belleza, la supervivencia.
Yo le escuchaba como quien escucha a un sabio, aunque dijera no serlo. Pocas veces en su vida un árbol puede hablar de tú a  tú a cáscara suelta con algún humano.
Hablábamos por horas, de gusanos, del atrevimiento de murciélagos, del mundo paralelo entre lagartijos y salamandras, de las serpientes escondidas en el monte, de la misteriosa desaparición de los sapos y la masiva reproducción de coquíes oculta de la ciudad, de las cotorras que dejaron de venir, de los maleantes que pasaban, creyendo esconderse bajo la oscura noche, del ruido criminal que los humanos realizaban en días de propaganda política o religiosa, paseando sus autos y expulsando tóxicos al aire. Nuestro aire.
Un fantasma que respira, le dije enternecido alguna vez. Sí, contestó. Pero no hablemos de eso. La noche es corta.

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© ALR, Puerto Rico, 2011

Imagen: Dirt Eater, Shana Robbins


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3 comentarios:

Yarisa Colón Torres dijo...

No sé exactamente cómo expresar lo todo lo que me hizo experimentar, revivir, recordar, domar, llorar, rabiar, amar este alucinante y profundo texto. Gracias, por hacernos vibrar de verdad.

Anónimo dijo...

Hola,pude sentirlo en mi carne y mas adentro donde duelen...saludos poeta!

Ana dijo...

Saludos, Yari!

"Paseando" por aquí, de repente me percaté que este es mi blog, =D, que rocas y muros del camino no me permiten saborear a gusto.
Entonces los brazos y lazos, los puentes y máquinas derribadoras de muros son nómadas visitantes que dejan su amor, invisible o apalabrado.


F.M.
La fe se llama eso. Lograr transmitir... Se intenta.
Saludo, frecuencia modulada.
;)

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