jueves, 27 de julio de 2006

Viajes de mangó

De niña viví en la ciudad de Ponce.
Entre la sagrada presencia de mi abuela paterna y el patio de mi hogar, habitaba el cielo o al menos una versión adaptada.
Detrás de la casa de madera, tres enormes árboles de mangó parecían ocultar sus raíces entre acerolas. A la derecha, cientos de quenepas colgaban enormes de ramas, a cuya sombra jugaba.
Podía explorar las plantas frente a la casa, cargadas de flores y muchos insectos, de los cuales prefería los que volaban.
Con acerolas en los bolsillos, el pelo con telarañas por andar bajo la casa y la cara bañada en mangó, me subía a la cerca que separaba mi casa de la vecina, y en tal acto de balance miraba caricaturas o a Batman junto a su amado Robin en televisor ajeno. Allí me quedaba hasta que me llamaban a cenar, no sin antes someterme a exorcismo de tesoros. Quenepas, acerolas, hojas, ramitas, tierra, piedras, iban apareciendo de mi ropa provenientes de nudos a manera de bolsillo que había ido atando durante el día para cuidar mis hallazgos.

Mi madre ponía el grito en el cielo, pero mi abuela decía: “te voy a guardar estas cosas aquí”, y las metía en un envase que yo olvidaba al día siguiente.
Me habría gustado acampar de noche en aquel patio que me parecía una extensión o habitación más de la casa.

De noche era un mundo diferente, con aves y sonidos.
La fragancia de cada planta o fruto, perdura en mi memoria olfativa creando fantasías frutales con la naturaleza, hoy cuando todo lo maravilloso de existir parece tener un precio, en una pequeña isla donde hemos tenido éxito cubriendo la tierra con cemento como si no hubiese un mañana.

¡Pero lo hay!
:

No hay comentarios.:

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.