La obsesión de Joanne Lemon
Con mirada ojerosa, vestido y cabello negro cubriendo verticalmente mitad de su rostro, Joanne clava sus uñas en un limón amarillo. Mientras, lo gira con ambas manos rasgando surcos sobre su corteza y cercando el limón a su nariz, lo huele estrujándolo contra cada orificio nasal. Retira el limón de su nariz y repite el ritual de arañarlo maquinalmente. Tras su ritual, frente a una enorme pared pintada de azul al fondo, se escucha una voz femenina.
Hoy vamos a hablar de los alimentos y su relación con nuestros recuerdos, dice la mujer, vestida con traje amarillo a dos piezas, del cual resalta una rosa roja en la solapa derecha.
Veo que todos trajeron algo, continúa. A ver Carlos, tú has traído una manzana, ¿quieres comenzar?
Pues, inicia Carlos nervioso, me encantan las manzanas desde que les perdí el miedo. Toda mi vida las estuve asociando con una trompá que me metió mi papá la única vez que me llevó a pasear de la que tengo recuerdo. Hace silencio.
Te escuchamos, dice la mujer de amarillo.
No recuerdo bien, sigue Carlos, porque estaba muy chiquito. Era una feria o Fiesta Patronal. Yo me antojé de una manzana cubierta de caramelo. ¿Qué demonios iba a saber si eran más caras que el pop corn o el algodón de azúcar? Brillaban como bolas rojas de cristal chorreando caramelo y yo quería una. Tanto estuve llorando al lado del que vendía las manzanas, que mi papá se encabronó y de mala gana me compró la manzana pa' que “no jodiera más”, según le dijo al vendedor.
Por favor, interrumpió la mujer de amarillo, tratemos de evitar utilizar palabras soeces. Carlos, continúa, le invitó sin perder la sonrisa.
Pues nah, continuó Carlos, que cuando estiré mi mano para agarrar la manzana, me metió con ella en la boca a lo bestia, rompiéndome los labios y un diente frontal. Fue un extraño momento de éxtasis y pánico mezclados. La manzana cubierta con caramelo aun caliente, tiñéndose con sangre salada de mis labios, el dolor y el hambre, la alegría y la sorpresa, todo confundiéndose. (Carlos se seca las lágrimas) Desde entonces me como una manzana diaria, no sin antes maldecir su nombre, porque ese cabrón hijo de puta, me cagó la vida... Carlos se pone de pie y continúa, pero gritando. Se enciende un griterío violento en el salón ahogando su voz.
Maldita vieja, se estaba durmiendo, piensa Joanne. Sin soltar el limón se levanta de su silla y camina al baño. Por el pasillo lo huele. Orina sin soltarlo. Se lava las manos con jabón antibacterial, lava igualmente el limón, vuelve a arañarlo y regresa al salón con él pegado a su nariz.
La algarabía ha cesado. Se escuchan aplausos.
Gracias por compartir tus recuerdos Natalia, dice la del traje amarillo a una mujer de aproximadamente 60 años. Estamos muy contentos de que hayas hecho las paces con el arroz y ya no lo asocies con estar de rodillas sobre él como castigo, logrando así lanzarlo sin miedo sobre tu sobrina el día de su boda. ¿Ya vieron? ¡De éso se trata!
Yo no veo nada, murmuró Joanne.
Perdón, Joanne, ¿qué dijiste? Dijo la mujer en amarillo. ¿Quieres hablarnos del alimento que trajiste?
No, contestó Joanne. Es una pérdida de tiempo.
Esto es voluntario Joanne, pero como veo que trajiste un limón…
Al escuchar la palabra "limón", Joanne se arqueó y comenzó a vomitar compulsivamente, empapando a quienes estaban sentados a su lado, incluyendo a Carlos que comenzó a gritarle: ¡puerca, cochina!, y salpicando a la mujer de amarillo que se acercó a auxiliarla.
Quince minutos, tres personas vomitando por efecto de histeria colectiva, dos mapeadas con desinfectante y varias inyecciones de calmante después, regresó el orden a la sala de psicoterapia. Joanne, más ojerosa que antes, se aferraba aun al limón apretándolo en su puño.
Hoy nos despediremos un poco antes, dijo la mujer de amarillo con voz sosegada, luciendo ahora una mancha maloliente en su falda como cicatriz de guerra. Recuerden que pueden dejar en el buzón un escrito del tema de alimentos, si así lo desean, dijo, señalando un buzón creado con una caja de zapatos.
Al día siguiente encontró un papel doblado en forma de avión, en el cual decía:
Cada vez que mi madre metía limones en su cartera, yo sabía que íbamos al campo a quedarnos. En cada viaje la escena se repetía: Me ponía pálida y sudorosa. Ella raspaba un limón con su uña y lo ponía bajo mi nariz diciendo, “huélelo nena, que ésto te quita el mareo”. Acto seguido yo iniciaba a vomitar hasta que el carro llegaba a su destino, la casa de mis abuelos donde pasaba veranos, Semana Santa y Navidad.
Desde entonces odio los limones, pero hay algo que me exaspera más, alguien con una rosa roja en la solapa derecha. Una rosa roja sólo se lleva dignamente sobre el corazón.
Att.
Joanne Lemon
© ALR, 2007, Puerto Rico
Imagen: Le citron, Manet
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