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Habíamos pasado un año agotador de 6 horas a la semana memorizando versículos y capítulos, asistiendo a misas de 3 horas, pasando páginas de arroz frente al rostro penitenciario, serio y obsesivo del sacerdote a quien nos “entregaron” por ser el grupo peor portado del Colegio.
El hombre era bueno.
Nos miraba con compasión cuando decía convencido que la Iglesia nos quería a todos Santos, porque para eso habíamos nacido.
Yo miraba a mi alrededor y pensaba:
Santa María, San Pedro, San Fernando, Santa Susana y por supuesto, Santa Ana.
¡Lindo!
Entonces recordaba que el viernes tendríamos confesiones y anotaba mis pecados.
¡Qué muchos, sea la madre! ¡Si es que era casi un demonio! ¡Ojalá me toque con el otro cura, el liberal!
Ya en fila, me entraba la ansiedad y me comía las uñas hasta las muñecas, sudaba, pero por suerte, me tocaba el liberal.
El liberal ponía ojos de admirado, y yo terminaba recortando pecados hasta dejar dos o tres, por eso de no impresionarlo mucho.
Un Padrenuestro y un Ave María, y next!
En un microsegundo ya tenía alas y aureola, mientras otros se quedaban el resto de la hora purgando.
Así estuvimos, hasta que el hastío de pecadores convictos, con o sin compendio de pecados, llegó a su fin con el verano.
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De regreso al nuevo año de clases nos dieron la noticia:
Una puertorriqueña recién llegada de EEUU, recién colgadora de hábito de monja, casada con un recién colgador de hábito sacerdotal estadounidense, sería la nueva maestra de Religión.
Ella parecía taína. Menuda, de baja estatura, con un cabellazo muy negro, brillante y largo.
Él, muy todo lo contrario: ojos azules, cabello rojizo, más de 6 pies.
El primer día de clases los esperamos con ansias y la pavera adolescente en high, subidos en los balcones a la entrada del edificio.
O sea, aquello era algo cool, ¡casi un día de fiesta!
Habíamos salido del Templario torturador, para pasar a idealistas hippies.
Entonces la vimos a los ojos.
Primero nos intimidó y amenazó todo cuanto pudo, dejando claro quién mandaba y cuándo respirar.
Al segundo día, leímos pasajes de la Biblia que se suponía ya conociéramos y, restando 15 minutos de clase, nos zampó un examen de 100 puntos.
Al tercer día, todos con D o F en el examen del día anterior, y en vista de que ella continuó con su cámara de torturas, decidimos quejarnos.
Mientras unos se quejaban, otros hacían bayú, silbaban como mosquito y comenzaron a tripearse todo, a caminar como Karl Wallenda sobre las losetas, a comer dulces y a lanzar papeles mojados con saliva.
Entonces, ella se volteó hacia la pizarra y respiró muy profundo. Se sentó calmadamente, y dijo con serenidad:
A ustedes esta clase no les importa una mierda.
Silencio de alfiler resonando en su caída.
Acto seguido, levantó el libro sagrado y en el mismo tono de voz, continuó:
¿Esto es lo que ustedes quieren?
Y, ¡zam!
Lo lanzó directo al zafacón.
Una niña cerca de mí, gritó aterrorizada. ¡Aaaaaaahhh!
Un niño que tenía muchas ganas de ser Santo comenzó a llorar histéricamente, amenazando con decirles a la Principal y a su mamá.
Una niña con moño miraba todo, sin comprender, pero sin poder contener la risa.
Hoy, ya lo entiende y agradecida con Misis Whatever, lo posteó en su blog.
Love and peace!
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*Algunos nombres y eventos han sido cambiados para proteger la integridad física de la autora.
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Habíamos pasado un año agotador de 6 horas a la semana memorizando versículos y capítulos, asistiendo a misas de 3 horas, pasando páginas de arroz frente al rostro penitenciario, serio y obsesivo del sacerdote a quien nos “entregaron” por ser el grupo peor portado del Colegio.
El hombre era bueno.
Nos miraba con compasión cuando decía convencido que la Iglesia nos quería a todos Santos, porque para eso habíamos nacido.
Yo miraba a mi alrededor y pensaba:
Santa María, San Pedro, San Fernando, Santa Susana y por supuesto, Santa Ana.
¡Lindo!
Entonces recordaba que el viernes tendríamos confesiones y anotaba mis pecados.
¡Qué muchos, sea la madre! ¡Si es que era casi un demonio! ¡Ojalá me toque con el otro cura, el liberal!
Ya en fila, me entraba la ansiedad y me comía las uñas hasta las muñecas, sudaba, pero por suerte, me tocaba el liberal.
El liberal ponía ojos de admirado, y yo terminaba recortando pecados hasta dejar dos o tres, por eso de no impresionarlo mucho.
Un Padrenuestro y un Ave María, y next!
En un microsegundo ya tenía alas y aureola, mientras otros se quedaban el resto de la hora purgando.
Así estuvimos, hasta que el hastío de pecadores convictos, con o sin compendio de pecados, llegó a su fin con el verano.
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De regreso al nuevo año de clases nos dieron la noticia:
Una puertorriqueña recién llegada de EEUU, recién colgadora de hábito de monja, casada con un recién colgador de hábito sacerdotal estadounidense, sería la nueva maestra de Religión.
Ella parecía taína. Menuda, de baja estatura, con un cabellazo muy negro, brillante y largo.
Él, muy todo lo contrario: ojos azules, cabello rojizo, más de 6 pies.
El primer día de clases los esperamos con ansias y la pavera adolescente en high, subidos en los balcones a la entrada del edificio.
O sea, aquello era algo cool, ¡casi un día de fiesta!
Habíamos salido del Templario torturador, para pasar a idealistas hippies.
Entonces la vimos a los ojos.
Primero nos intimidó y amenazó todo cuanto pudo, dejando claro quién mandaba y cuándo respirar.
Al segundo día, leímos pasajes de la Biblia que se suponía ya conociéramos y, restando 15 minutos de clase, nos zampó un examen de 100 puntos.
Al tercer día, todos con D o F en el examen del día anterior, y en vista de que ella continuó con su cámara de torturas, decidimos quejarnos.
Mientras unos se quejaban, otros hacían bayú, silbaban como mosquito y comenzaron a tripearse todo, a caminar como Karl Wallenda sobre las losetas, a comer dulces y a lanzar papeles mojados con saliva.
Entonces, ella se volteó hacia la pizarra y respiró muy profundo. Se sentó calmadamente, y dijo con serenidad:
A ustedes esta clase no les importa una mierda.
Silencio de alfiler resonando en su caída.
Acto seguido, levantó el libro sagrado y en el mismo tono de voz, continuó:
¿Esto es lo que ustedes quieren?
Y, ¡zam!
Lo lanzó directo al zafacón.
Una niña cerca de mí, gritó aterrorizada. ¡Aaaaaaahhh!
Un niño que tenía muchas ganas de ser Santo comenzó a llorar histéricamente, amenazando con decirles a la Principal y a su mamá.
Una niña con moño miraba todo, sin comprender, pero sin poder contener la risa.
Hoy, ya lo entiende y agradecida con Misis Whatever, lo posteó en su blog.
Love and peace!
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*Algunos nombres y eventos han sido cambiados para proteger la integridad física de la autora.
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1 comentario:
Hola
Me parece muy interesante tu blog, te interesaría intercambiar enlaces, el mío es http://www.consolotresg.com y tiene pagerank 4
Saludos
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