martes, 18 de noviembre de 2008

Trip-Coff


Vuelve el chico sin edad y se mete por mi nariz.
Tranquilo, escala lento. Inunda mi cerebro.
Yo sé, porque me dijeron, que el vecino tiene una cafetera de esas que lanzan agua hirviendo a velocidad luz, con una presión de propulsión a chorro.
“Lo cuelo en greca, me dijo. Sólo a veces uso esa maquinita que me regalaron.”
Él no conoce de mis viajes aromáticos a un pasado que a veces dudo si fue mío, cuando el elixir escapa su casa hecho humo.

Regreso a un día de otoño o invierno en lo alto, plena montaña, montaña plena, pollitos picoteando el suelo vigilados por su mamá, una charca con peces en que se esconde una tortuga, una roca enorme a la que no es fácil subir sola, piñas sembradas apuntando a un camino de arbustos con espinas que ocultan sorpresas de fresas salvajes, hojas diversas en forma, color y textura, blanca arenilla de río que recuerda al mar por todas partes, piedrecillas reflejando el sol, como cristales, un viento fresco, un sol que no calienta mucho.
Comienzo a juntar piedritas, hojas secas, flores silvestres, puñados de arena, y justo cuando decido perderme en busca de jugosos tesoros rojos, me llaman.
La casa es alta y ancha, de cemento y madera. Según subo sus escaleras, esa cosa dulzona se mete por mi nariz. Es un perfume que embriaga, despierta, consuela cosas que aun no vivo o ya viví.
Sobre la mesa, tazas de café con leche hervida en sus respectivos platillos decorados con flores, galletas María y export soda, queso de bola, mantequilla de verdad. A veces hay alguna mermelada de fruta del país, hecha por mi tía política.
Delgada y menuda, recoge su oscuro cabello lacio regado con canas, en un moño sobre la nuca. Su piel inmaculada, de un tono como de bebé y algunas arrugas.
Usa lentes siempre, cubriendo el cristal de sus canarios ojos claros. Pequeños, afables, amorosos.
Lleva vestidos o faldas con blusa, sus pies cubiertos con medias de cualquier color y zapatos cerrados. Venía de la finca, de alimentar los cerdos, de piripipear los pollitos, de cuidar la tierra que heredó. Nunca tuvo hijos. La quiero, como a todos los que están ahí. No lo digo.
Ya entonces hablo poco o demasiado cuando estoy muy feliz. Me deja sumergir las galletas dentro del café y comer todo con cuchara. Eso sí, siempre en la mesa.  Y yo estoy tan loca por regresar corriendo a ese mundo que parece extraño, cristalino, sumergido bajo el mar de tiempos antiguos, de un frío y colorido poco habitual para mí, que traigo el sol de Ponce pegado aún a mis pestañas.
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Unos dicen que el café tiene antioxidantes, que broncodilata, que es más sano que mil bendiciones, otros que produce envejecimiento prematuro de la piel.
A mí su posible consecuencia “antiestética” no me quita el sueño. Pero el que preparo nunca tiene el efecto del de mi vecino, un viaje en el tiempo.
~o~

2 comentarios:

Yarisa Colón Torres dijo...

qué viva el café y las buenas compañias!

Ana dijo...

Buas, quiero uno así ahora mismou!
Salú!
:D

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