sábado, 28 de febrero de 2009

Sis y Estrategias


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"La intensidad siempre encuentra su camino."
-Szeemann
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Estrategia de una mosca

"Lo mejor de que te crean muerto o vencido es que dejan de atacarte.
Sólo entonces verás el momento preciso, para con sabiduría reiniciar tu..."

¡Puightzzz!

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Sis

Recuerdo a una profesora que tuve cuando inicié escuela intermedia (años 7-9 según el sistema educativo regular preuniversitario en Puerto Rico).
Esta mujer excepcional, que lo mismo dictaba clases de dibujo mecánico, matemáticas, química, álgebra, geometría y arte, que conocía secretos reposteros y hablaba 4 idiomas, era el terror de algunos estudiantes por su carácter militarista de agudo ingenio ahorrativo, que no doblaba rodilla ante influencias de padres o poseciones que estos ostentaran.
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Debido a experiencias durante mis primeros años escolares, en las que algunas maestras se empeñaban en hacer entrar la educación a yardazos, y un déficit de atención sin diagnosticar, temía a las matemáticas como bush teme a los zapatos voladores, fobia que me duró hasta años universitarios.

De ellas, ignoraba sus delicias, su mundo cósmico y sutil que se entrelaza con todo cuanto somos, con la belleza misma, abriendo caminos de verdad, de claridad ante lo irrefutable e imposible, ante cualquier aparente misterio.
Sin ellas, vivía flotando por la vida, evitándolas.
Cuando tocó elegir mis clases de aquel año, obvié las matemáticas no obligatorias.
¡Por fin tomaría una clase de arte que rebasaba el uso de creyones y papelitos cortados chorreando pega blanca!
Con eso me bastaba.
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“Nos chavamos (en esos días, pocos gritaban ‘nos jodimos’ en medio de un pasillo)”, dijo alguien. “Nos tocó arte con la vieja esa, que es una perra.”
Poco me importó.
Ya había recibido yardazos, jalones de cachete, regaños, cartas de citas para mi madre, cocotazos con sortija universitaria y otras humillaciones, por no aprender con propiedad las tablas de multiplicar, por reírme en clase de cualquier payaso, por quedarme “en Babia” mirando dibujitos mientras me hacían una pregunta, por comerme las uñas con desenfreno, o por tener una escritura tan pobre y catastrófica que resultaba ilegible.

No, ella no podía ser peor.
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La profesora era seria. Su rostro, blanco y redondo carente de sonrisa.
Con mejillas cayendo a ambos lados, ojos castaños enmarcados por cejas pobladas muy negras, cabello oscuro corto con canas y cuerpo pasado de peso fuerte como muralla, portaba un mundo de historias enigmáticas. Provenía de algún país europeo, no sé si Alemania o Polonia, del que había tenido que escapar siendo niña y, de alguna manera, pasando quizás por España y Estados Unidos, vino a parar a Puerto Rico con sus cejas y mejillas, convertida en monja.
Se limitaba a explicar las cosas con claridad, sin repeticiones, utilizando como ejemplo imágenes o proyectos creados por ella. No hablaba de sus ideas ni preocupaciones, ni de experiencias personales, no sumía ataques de histeria. Era minimalista.
Eso sí, algo nos dejó muy claro el primer día de clases.
“Aquí no vamos a invertir dinero en materiales. Los reuniremos entre todos, de cosas que cada cual tenga en su hogar.”
La odiaban.
Sus clases transcurrían en silencio. Cuando alguien rompía el código con risotadas o chismes, ella se quedaba de pie a su lado y allí permanecía, enmudeciendo al más rebelde con su sola presencia.
Sí, eran otros tiempos, no sé ni cuáles, porque parecería que hablo del 1800, pero en fin.
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La clase de arte duraba hora y media en un salón alejado del edifico principal del colegio, que en realidad era un laboratorio para clases de ciencia, cuyas mesas limpiábamos y ordenábamos antes y después de cada clase, de manera que pudiéramos trabajar sobre ellas nuestros proyectos.
Con ella aprendí a realizar esculturas de papel maché, a fundir acrílico con soplete, a trabajar planchas de barro, entre otras cosas que más tarde olvidé, pero eso es otra historia.
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Cierto día, nos detuvo antes de salir del salón para pedirnos algunos ingredientes de nuestras cocinas. Con ellos elaboraría dulces y repostería que venderían luego, a beneficio de no sé qué causa.
Además, nos pidió llevar cubiertas con algo las esculturas de papel maché que presentaríamos en clase al día siguiente, de manera que fuesen sorpresa para todos.
Yo, en parte porque no era muy “pana” de nadie, y porque cuando vi la “cosa” que resultó de mi trabajo el día antes, más bien me asusté, cubrí mi “obra” como mejor pude con periódicos, cinta adhesiva, más periódico y más cinta, para que nadie pudiera verla.
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De camino al salón-laboratorio, todos se mostraban entre sí sus proyectos.
Cuando me vieron cargando aquella cosa enorme, sólida y pesada como roca, cubierta como momia, se acercaron para tratar de verla, pero no pudieron romper la momificación que la cubría sin que se notara, para al menos verle una esquina. Absortos en esto, nadie me preguntó qué cosa llevaba en una bolsa plástica.

Llegado el momento del gran develamiento, los compañeros comenzaron a exponer perritos, muñecas, gatos, ositos, adornos de navidad y otros elementos muy bien pintados y brillosos.
Mi ansiedad crecía saliéndome por los poros. Quería llorar.
Había estado todo el fin de semana sobre aquella extraña cosa y ni sabía qué diablos era.
Cuando la profesora dijo “Ana”, temblé.
Comencé a desenvolver la momia, que ya tenía curiosos a mis compañeros, y, como me tardaba y se me hacía imposible descubrirla, la maestra se acercó con sus cejas enormes, y armada con tijeras destapó el incierto.
Al instante de alfiler cayendo con gran estruendo sobre el suelo, le siguió una explosión de carcajadas de burla, una vez descubierto lo que yo había llamado “mi animal”.
Tenía cuatro patas anchas y cortas, un cuerpo rechoncho que parecía haber recibido puños, y cuernos puntiagudos por todas partes, a manera de un hipopótamo prehistórico sin cola, con una boca casi imperceptible; todo cubierto con colores vibrantes, manchas que parecían mapas y un solo ojo al centro de lo que parecía su rostro, porque lo pinté tan grande que el otro no cupo.




La profesora se endiabló con la reacción de risotadas, y tras alguna amenaza, exclamó, “¡Este es el mejor trabajo! Los demás parecen hechos por sus padres, sin creatividad.”

Yo estaba más confundida que todos. Casi olvido entregarle la bolsa plástica al final de la clase, pero alguien me preguntó si era mía, y, sin decir nada, la entregué a la maestra, antes de huir con la momia prehistórica al descubierto.
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Al día siguiente comenzamos otro proyecto y la “sister” mencionó que nadie le había llevado los materiales que había pedido para la actividad benéfica, “sólo Ana”.
No dijo más, pero en ese momento sentí que era odiaba con tanta fuerza como la odiaban a ella, y por alguna extraña razón, me gustaba.
Al terminar la clase, me llamó aparte con voz seca, y me entregó un envase aun frío de nevera, repleto de crujientes trufas de chocolate oscuro y maní, delicia desconocida para mí hasta entonces.
“Eran para todos”, me dijo sin reír, “pero nadie más quiso cooperar”.
Le di las gracias “escamá” ante su no sonrisa y me fui.
No sé si aun vive, pero la quiero.
He tardado 30 años en asimilarlo.


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Imagen inferior: Lo más parecido a mi animal, ALR
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4 comentarios:

Rocío dijo...

Por esas cosas de la vida llegué a tu blog... me ha parecido sensacional el post... creo que todos tenemos a una maestra como esa... que al final aprendimos a amar... claro, mucho tiempo después lo acepta.

Sigo navegando por aquí

Ana dijo...

Gracias Rocío!
Bienvenida!
:)

Siluz dijo...

Es cierto lo que dice Rocío. También me hizo recordar a una maestra que tuve pero de ciencias.
Muy amena tu forma de contarlo. Me gustó mucho.
Un abrazo.

Ana dijo...

Gracias Siluz!
Recuerdo con cariño a varios maestros y profesores.
Los que viven con pasión su profesión, tienen el poder de iluminar.
Son héroes anónimos.

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